11 de diciembre de 1976, 10 pm. En algún lugar del área de
comidas del mercado Filiberto Gómez, en Tlalnepantla Estado de México...
Todos corrimos a escondernos, mientras en una esquina
recargado contra la pared, Sergio contaba rápidamente, 1, 2, 3, 4, 5,6...
Las planchas de cemento en el área de comida del
mercado nos sirven de “escondite”. La respiración agitada a veces nos
delata o quizás un primo incomodo. Casi siempre es Rogelio. Poco nos interesa si de pronto una rata corre
entre nuestros pies o si los charcos de agua hedionda empapan nuestras
ropas. Lo importante es divertirnos…
--¡Una, dos, tres por Margarita que esta atrás del
tambo de agua!—Grito Sergio mientras corría nuevamente a la base.
Uno a uno fuimos saliendo de nuestros escondites.
Margarita sujetando la mano de María Luisa, Mario y Rogelio, al último Gerardo
y yo.
--¿Por qué mejor no rompemos una piñata?— Grito Margarita
mientras no dejaba de brincar y aplaudir.
--¡Si, sí, sí!— Fue la respuesta general y nos unimos a su singular forma de celebrar…
--¡Si, sí, sí!— Fue la respuesta general y nos unimos a su singular forma de celebrar…
El mercado Filiberto Gómez de Tlalnepantla estado de
México fue una muestra clara de las tradiciones mexicanas. Tenía para
cada época del
año una feria comercial representativa; día de muertos, 10 de mayo, día
del amor y la amistad, 2 de febrero, etc. Los comerciantes de este
mercado les llamaban “ferias”. De estas ferias, la más larga, era la que
corresponde al mes de diciembre. Iniciaba el último martes de noviembre y
terminaba el 10 de enero.
A principios de los años 70´s cuando comenzaban
a armar los locatarios sus puestos sobre las calles alrededor del mercado, era
como si se construyera una aldea. Padres e hijos con gran ánimo participaban.
Se respiraba un ambiente de armonía absoluta, como si fuéramos una gran familia,
ahora que lo pienso, lo éramos.
Maderas de todo tipo, martillos, serruchos, clavos y láminas de cartón se
veían regadas a todo lo largo y ancho de las calles. El ingenio de
un padre era lo que único que se necesitaba para armar su puesto. Unos metros
atrás, las madres, casi todas cargando un bebe, observaban y
de vez en cuando conversaban con sus vecinas.
Finalmente como si fuera magia, al amanecer todo estaba
listo. Más o menos 300 puestos rodeaban el mercado. Ahora, hacía falta
algo, las mercancías. En cuestión de horas se surtían frutas, piñatas, colaciones, peregrinos,
en fin, todo tipo de mercancías de la temporada.
De pronto, nos re-encontrábamos con nuestros primos que
habíamos dejado de ver por un año. Esto era lo más novedoso y divertido.
Al ser nosotros unos chiquillos no teníamos
muchas responsabilidades, así entonces, teníamos la tarde y parte de la noche
libre, toda nuestra. Los juegos clásicos no se hacían esperar. Las
escondidas, el avión, las cebollitas, los encantados, en fin, la imaginación
era el límite.
Una que otra noche nuestros padres nos sorprendían con
unos pesos y corríamos a comprar cohetes. Los favoritos eran los
buscapiés, pues una vez quemado el cartucho, este, seguía encendido
y con el continuábamos encendiendo mas de ellos. Las luces de bengala, con su
dificultad para encender, hacían que nuestra ansiedad se desbordara al
momento de ver nacer las “chispitas”, el festejo no tenía igual,
corríamos agitando los brazos en círculos entre risas y gritos. Los
cohetes blancos eran para los “mayores”, te aventaban uno y… a correr.
La verdad ahora que lo pienso esos años fueron maravillosos. Fue diversión absoluta.
Diversión sin límites. Sé que carecimos de bienes materiales, pero
nunca de un buen amigo. En mi caso el compañero de mil y un aventuras fue mi
hermano Gerardo, apenas un año menor que yo. Recorrimos el camino de la
niñez juntos. Siempre de la mano.
Las jornadas de trabajo en el mercado eran verdaderamente
extenuantes, eso sí, siempre a ritmo de “La Sonora Santanera y Toni
Camargo”,
Levantarse a las 4 am y acostarse a las 12 am. Nos
daba mayor margen de diversión. Por las noches se veían oleadas de niños
correr por la calle, entre los pasillos obscuros, brincando montones de
basura, saltando charcos y esquivando uno que otro borracho...
Aquella noche de 1976, decidimos adelantar las posadas. Ya
teníamos todo listo. Un lazo y una piñata del tamaño de un jarro, unos cuantos
dulces, una caña, un tejocote y un par de cacahuates eran suficientes, el resto
eran toneladas de imaginación. ...
De pronto, en un suspiro, los niños se hicieron
hombres y las niñas se convirtieron en mujeres.
Hoy las cosas son diferentes. Después de décadas de
tradición, “las ferias” ya no existen.
Las familias se fueron alejando. De pronto dejamos de
tener contacto entre nosotros, poco a poco, día tras día y año con año.
Hoy donde quiera que nos encontremos (los que somos
primos) a pesar de la distancia y el tiempo compartimos los mismos
recuerdos de una niñez alegre, limpia y divertida al “ritmo” de las ardillitas
de lalo guerrero.
Gerardo estudio ciencias políticas, administración pública e
hiso varios post-grados. Hoy trabaja en el gobierno municipal
de Coacalco.
Margarita se dedica por completo a su hogar. Difícil labor.
Mario es Ingeniero químico. Se graduó e hiso un doctorado en Francia, habla ingles, alemán, francés e italiano, pero no sabe alburear. Qué pena.
Rogelio tiene una empresa donde confecciona uniformes para corporaciones policíacas.
María Luisa estudio ciencias de la comunicación, trabaja en el “Universum” y se caso con el escritor Miguel Ángel Hernández Acosta.
Sergio continúo con la tradición y atiende el puesto de sus padres en el mercado.
Yo estudie electrónica industrial y por alguna razón nunca termine. Tengo un local frente al mercado, también soy comerciante y a veces en mi tiempo libre escribo historias.
Historias como esta.
Hoy pase por esa área de comidas y le dije a mi hija:
Hoy pase por esa área de comidas y le dije a mi hija:
“Aquí jugaba con mis primos, aquí hacíamos nuestras
posadas”